La cita fue el viernes veintinueve del mes pasado, a las cinco de la tarde, en el Aeropuerto Eldorado. Ricardo y yo nos encontramos pasadas las cuatro y media, para comprar cada uno un detalle de despedida para Mamá, que se radicó desde esa noche en Barranquilla. En la época de recesión de la construcción, mi Papá fue uno de los damnificados y fue a parar a La Arenosa, en donde ha labrado durante estos últimos años una vida que le permite mantener algún nivel socio-económico interesante, con la obligada separación que eso significó -nada nuevo-, pero que al parecer está dando frutos suficientes para una honrosa supervivencia en la vejez ya próxima.
Hubo lágrimas, yo especialmente me sentí afectado porque mi relación filial se había venido deteriorando desde la pelea con mi hermana el año pasado.
En la noche, pasadas las nueve, recibí la obligada llamada de mi Mamá reportando su llegada. Muy parca, más seria que lo acostumbrado. Entre ella y yo poca falta han hecho las palabras, de eso pueden dar fe los pocos que conocen nuestra dinámica familiar, porque el solo tono de voz ya nos permite saber cómo está el uno y el otro, una especia de comunicación subliminal.
Esa noche salí con Eduardo. Amanecimos juntos con despertador muy temprano porque se disponía a su viaje de vacaciones a Orlando, con escala en Ciudad de Panamá, su cuna. Allí lo esperaban sus padres y su hermano. A pocos minutos de despertar, me sorprendió una llamada de mi Mamá. Con franca preocupación me comentó que veía a Papá muy enfermo, y que no tenía idea de lo que pudiera ser, que si había forma de que yo viajara en el término de la distancia porque lo veía realmente grave. Primer signo de alarma inquietante, dada la tirantez de nuestras últimas conversaciones.
Él pasó al teléfono, ¡horror, se está muriendo!, patognomónico signo de alarma de la gravedad de la situación. Pocas veces, casi ninguna, él me pide opinión con respecto a su salud, menos en medio de la álgida situación familiar. Me asusté, sin embargo con la mayor calma traté de establecer la causa de su sintomatología. Solo al final de la conversación, un detalle referente a la frecuencia y característica de su función vesical reciente, me hizo sospechar el diagnóstico; le pedí que pasara a Mamá nuevamente al teléfono y le dije, casi le ordené, que fueran de inmediato a un servicio de urgencias, rogando porque él no perdiera el ya mermado estado de conciencia antes de recibir algún tipo de atención profesional.
Hubo lágrimas, yo especialmente me sentí afectado porque mi relación filial se había venido deteriorando desde la pelea con mi hermana el año pasado.
En la noche, pasadas las nueve, recibí la obligada llamada de mi Mamá reportando su llegada. Muy parca, más seria que lo acostumbrado. Entre ella y yo poca falta han hecho las palabras, de eso pueden dar fe los pocos que conocen nuestra dinámica familiar, porque el solo tono de voz ya nos permite saber cómo está el uno y el otro, una especia de comunicación subliminal.
Esa noche salí con Eduardo. Amanecimos juntos con despertador muy temprano porque se disponía a su viaje de vacaciones a Orlando, con escala en Ciudad de Panamá, su cuna. Allí lo esperaban sus padres y su hermano. A pocos minutos de despertar, me sorprendió una llamada de mi Mamá. Con franca preocupación me comentó que veía a Papá muy enfermo, y que no tenía idea de lo que pudiera ser, que si había forma de que yo viajara en el término de la distancia porque lo veía realmente grave. Primer signo de alarma inquietante, dada la tirantez de nuestras últimas conversaciones.
Él pasó al teléfono, ¡horror, se está muriendo!, patognomónico signo de alarma de la gravedad de la situación. Pocas veces, casi ninguna, él me pide opinión con respecto a su salud, menos en medio de la álgida situación familiar. Me asusté, sin embargo con la mayor calma traté de establecer la causa de su sintomatología. Solo al final de la conversación, un detalle referente a la frecuencia y característica de su función vesical reciente, me hizo sospechar el diagnóstico; le pedí que pasara a Mamá nuevamente al teléfono y le dije, casi le ordené, que fueran de inmediato a un servicio de urgencias, rogando porque él no perdiera el ya mermado estado de conciencia antes de recibir algún tipo de atención profesional.
Me arreglé, Ricardo me acompañó al aeropuerto -a pesar del empute de mi Nené lindo- y logré el vuelo a Barranquilla de forma tal que a las once y media de la mañana estaba ya en la puerta del servicio de urgencias de la institución en donde estaba recibiendo sus primeros cuidados.
Quedé lelo cuando lo ví, después de saludar a Mamá más cariñosamente que de costumbre. Tenía unas ojeras literalmente mortales. Sentí un escalofrío que me hizo pensar en segundos en todo lo que implicaría un desenlace fatal en aquellas circunstancias.
Para su traslado mi Mamá vendió el apartamento, envió el trasteo, cerró toda su vida en la capital, con la ilusión de compartir de nuevo el lecho marital con el único hombre que ha malmerecido su amor incondicional. No era justo que ahora, que por iniciativa propia él la invitaba a la convivencia, fuera a hacer falta de forma definitiva.
Como pudo se levantó al baño para tomar una muestra de orina, y lo vi tan desvalido como jamás en la vida. Ese ser supremo que siempre se empeñó en ser, se estaba desmoronando a pedazos. Envejecido en un par de meses como no en toda su vida, lo percibí desfallecido a las puertas de una muy dura prueba de existencia. Estaba abandonado, como nunca, a su suerte en manos ajenas.
Nos hospitalizamos seis días con sus noches, padeciendo la impericia y, por qué no, la negligencia en la atención de salud que estábamos recibiendo. Primero de muy buena forma, al final ya casi a las patadas, logramos una leve recuperación para salir corriendo a ver qué lográbamos hacer de forma particular desde la casa, con controles de laboratorio que fueran confiables y solicitando la orientación de algún profesional realmente comprometido con su labor.
Fueron días muy largos, noches eternas en las que hablamos de lo divino y de lo humano, evadiendo -quede claro- cualquier mención en torno a mi vida personal. Fuimos en extremo cordiales, procuramos no tocar temas prohibidos, logramos respirar suavecito para no molestarnos, nos embebimos en silencios antiquísimos. La hora de la llegada de mi Mamá en las mañanas se convirtió en el mutuo anhelo diario para desvanecer el pesado aire que casi se podía cortar con una navaja.
En la última madrugada hospitalaria, cuando intervine para extraer la muestra de sangre que el bacteriólogo no pudo obtener, hallé sentido a mi presencia. Al día siguiente, cuando el especialista endocrinólogo -doctor Ernesto Paulo Rebolledo Santoro (merece especial mención de reconocimiento y agradecimiento)- se negó a cobrar su impecable consulta por tratarse del padre de un colega, me sentí obsequiado por la vida. Esa misma tarde, cuando una breve nota del médico sirvió para obtener el más meticuloso de los servicios y un importante descuento en el laboratorio clínico -Laboratorio Continental (la mejor infraestructura de su tipo en todo el país)-, me sentí orgulloso de mi muy pordebajeada profesión.
Y de mí, por haber tenido la disposición de marica para asumir el cuidado de mi padre, sin pensar en nada más que eso, en recuperarlo para mi Mamá y para la vida y para el resto de sus hijos, los de verdad y los prohibidos, y para las novias que le aguanten y para seguirlo queriendo a pesar de las diferencias y de las inconformidades.
El promedio del reporte de las glucometrías de esta semana no sube de 130 mg/dl (valores normales entre 70 y 110 mg/dl), después de haber ingresado a la clínica en estado de cetoacidosis con un valor de 592 mg/dl, cifras consideradas prácticamente normales para un paciente que recién ha sufrido la injuria perniciosa del azúcar de forma tan abrupta.
Si mi Mamá no llega se nos muere el viejo. Las providencias de mi Dios, que parece ahora sí existir para nosotros.
Esa fue mi celebración del orgullo gay. Gracias a la vida y a sus renovadas oportunidades.
Quedé lelo cuando lo ví, después de saludar a Mamá más cariñosamente que de costumbre. Tenía unas ojeras literalmente mortales. Sentí un escalofrío que me hizo pensar en segundos en todo lo que implicaría un desenlace fatal en aquellas circunstancias.
Para su traslado mi Mamá vendió el apartamento, envió el trasteo, cerró toda su vida en la capital, con la ilusión de compartir de nuevo el lecho marital con el único hombre que ha malmerecido su amor incondicional. No era justo que ahora, que por iniciativa propia él la invitaba a la convivencia, fuera a hacer falta de forma definitiva.
Como pudo se levantó al baño para tomar una muestra de orina, y lo vi tan desvalido como jamás en la vida. Ese ser supremo que siempre se empeñó en ser, se estaba desmoronando a pedazos. Envejecido en un par de meses como no en toda su vida, lo percibí desfallecido a las puertas de una muy dura prueba de existencia. Estaba abandonado, como nunca, a su suerte en manos ajenas.
Nos hospitalizamos seis días con sus noches, padeciendo la impericia y, por qué no, la negligencia en la atención de salud que estábamos recibiendo. Primero de muy buena forma, al final ya casi a las patadas, logramos una leve recuperación para salir corriendo a ver qué lográbamos hacer de forma particular desde la casa, con controles de laboratorio que fueran confiables y solicitando la orientación de algún profesional realmente comprometido con su labor.
Fueron días muy largos, noches eternas en las que hablamos de lo divino y de lo humano, evadiendo -quede claro- cualquier mención en torno a mi vida personal. Fuimos en extremo cordiales, procuramos no tocar temas prohibidos, logramos respirar suavecito para no molestarnos, nos embebimos en silencios antiquísimos. La hora de la llegada de mi Mamá en las mañanas se convirtió en el mutuo anhelo diario para desvanecer el pesado aire que casi se podía cortar con una navaja.
En la última madrugada hospitalaria, cuando intervine para extraer la muestra de sangre que el bacteriólogo no pudo obtener, hallé sentido a mi presencia. Al día siguiente, cuando el especialista endocrinólogo -doctor Ernesto Paulo Rebolledo Santoro (merece especial mención de reconocimiento y agradecimiento)- se negó a cobrar su impecable consulta por tratarse del padre de un colega, me sentí obsequiado por la vida. Esa misma tarde, cuando una breve nota del médico sirvió para obtener el más meticuloso de los servicios y un importante descuento en el laboratorio clínico -Laboratorio Continental (la mejor infraestructura de su tipo en todo el país)-, me sentí orgulloso de mi muy pordebajeada profesión.
Y de mí, por haber tenido la disposición de marica para asumir el cuidado de mi padre, sin pensar en nada más que eso, en recuperarlo para mi Mamá y para la vida y para el resto de sus hijos, los de verdad y los prohibidos, y para las novias que le aguanten y para seguirlo queriendo a pesar de las diferencias y de las inconformidades.
El promedio del reporte de las glucometrías de esta semana no sube de 130 mg/dl (valores normales entre 70 y 110 mg/dl), después de haber ingresado a la clínica en estado de cetoacidosis con un valor de 592 mg/dl, cifras consideradas prácticamente normales para un paciente que recién ha sufrido la injuria perniciosa del azúcar de forma tan abrupta.
Si mi Mamá no llega se nos muere el viejo. Las providencias de mi Dios, que parece ahora sí existir para nosotros.
Esa fue mi celebración del orgullo gay. Gracias a la vida y a sus renovadas oportunidades.