sábado, 2 de febrero de 2013

Breve crónica carnestolédica

Pocos minutos antes de las once de la noche, observando desde la esquina de la 59 con 44 cómo La Cumbiamba de La 40 cerraba el desfile -con un ánimo indoblegable para mantener aún la organización y la alegría de su coreografía-, comencé a comprender la esencia de esta fiesta tan barranquillera, posible sólo en el incomparable espíritu de esta magna raza.

Con el corazón arrugado, Amor, por mi obligada distancia, no sin alguna reserva por la obligada compañía de mi hermana y su esposo (no por inconveniente, sino por erigirse en mi única posibilidad), faltando un cuarto para las siete de la noche, nos apostábamos con mucha dificultad a escasos metros de la vía que sirvió de pasarela, diez cuadras al norte, para La Guacherna del bicentenario. Ya la fiesta era muy pegajosa, la espuma y la maizena surcaban el inmediato horizonte y el vigor de la gente, gente bella como nunca la había visto en estas calles, avivaba las ganas de iniciar las carnestolendas con sincero furor.

Después de una majestuosa apertura a cargo de impecables jinetes en magníficos frisones, un prematuro clímax me sedujo al ver cómo el Himno de la ciudad arrancó notas impecables de la totalidad del público asistente. El júbilo inmortal palidece de envidia al ver la entereza y el orgullo con que los barranquilleros interpretan, sin necesidad de anuncio u orden, su canto ceremonial. Los faroles de luceros que Estercita Forero convirtió en emblemas, completan el sinigual cuadro de emociones.

Dadas las características del escenario y del proscenio, decir que se puede apreciar el desfile es arriesgada afirmación. Sin embargo no es eso lo que importa. Basta con saber que la mayor algarabía la provoca la reina -este año caprichosa, no tan bella y muy poco carismática comparada con las de años anteriores- que es por mucho la personalidad más destacada para los propios durante todo el festival carnavalero. Admiración produce, y cómo no reconocerla, si desde que inicia su mandato hasta muy entrado el avance del año, debe ser un dechado de simpatía, con una energía que le impide rendirse a cualquier ritmo bailable, con trajes fabulosos de postura única, en su gran mayoría sufragados exclusivamente por su peculio.

La fiesta está afuera, en las calles aledañas. No hace falta el desfile para que, la mayoría propios, hagan la rumba a su acomodo, con mucha alegría. Las novias con los novios, los amigos y las amigas con las amigas y los amigos, las esposas -recientes o veteranas- con sus maridos, todos dan rienda suelta a la rumba, que se traduce en baile. Un baile que puede seguir el ritmo sempiterno de millos y tamboras, que en otras latitudes sonarían espantoso, pero que aquí son capaces de mantener una fiesta espléndida de poco más de diez días de duración, con sus principales eventos.

Los viejos picó, desbancados por espectaculares equipos de sonido con carro, llenan las bocacalles de ritmos autóctonos y foráneos, para incitar la sensual danza en que los sentidos se turban y en que los cuerpos se funden, sin causar escozor alguno porque es de todos, para todos.

La constante tranquilidad de Boston se torna en desenfrenado desorden que sus habitantes viven y gozan como lo aclama el eslogan del Carnaval. Las prohibiciones y recomendaciones del gobierno municipal se ven tempranamente quebrantadas por incontables botellas de vidrio, niños de brazos, mujeres en estado de preñez avanzada, ancianos en silla de ruedas, espumas malolientes… a la vista de toda la autoridad. Pero eso no importa, quien lo vive es quien lo goza. Nadie vino a sufrir.

No falta la esquina de hombres hermosos cantando al son de la guitarra, la calle de mujeres perfectas danzando cual maravillosas diosas… Todo es abrumador. La felicidad es innegable.

El regreso a casa está lleno de imágenes festivas, el corazón salta de regocijo sin pensar en el cansancio de calles y cuadras de recorrido. Y, aún así, me haces falta, mucha, Amor.

Es mi primera Guacherna, es mi cuarto Carnaval y no dejo de defenderlo, de venderlo como lo más importante y serio que se hace en la Ciudad de las Puertas Abiertas. Aprendí, con el Carnaval, a querer y a respetar a los barranquilleros como a nadie. A reconocer su capacidad de trabajo y de progreso. A comprender su espíritu y riqueza.

Eso es La Guacherna, la fiesta de barranquilleros para Barranquilla, la interminable fiesta de la alegría.