Pocos minutos antes de las once de la noche,
observando desde la esquina de la 59 con 44 cómo La Cumbiamba de La 40
cerraba el desfile -con un ánimo indoblegable para mantener aún la
organización y la alegría de su coreografía-, comencé a comprender la
esencia de esta fiesta tan barranquillera, posible sólo en el
incomparable espíritu de esta magna raza.
Con
el corazón arrugado, Amor, por mi obligada distancia, no sin alguna
reserva por la obligada compañía de mi hermana y su esposo (no por
inconveniente, sino por erigirse en mi única posibilidad), faltando un
cuarto para las siete de la noche, nos apostábamos con mucha dificultad a
escasos metros de la vía que sirvió de pasarela, diez cuadras al norte,
para La Guacherna del bicentenario. Ya la fiesta era muy pegajosa, la
espuma y la maizena surcaban el inmediato horizonte y el vigor de la
gente, gente bella como nunca la había visto en estas calles, avivaba
las ganas de iniciar las carnestolendas con sincero furor.
Después de una majestuosa apertura a cargo de impecables jinetes en
magníficos frisones, un prematuro clímax me sedujo al ver cómo el Himno
de la ciudad arrancó notas impecables de la totalidad del público
asistente. El júbilo inmortal palidece de envidia al ver la entereza y
el orgullo con que los barranquilleros interpretan, sin necesidad de
anuncio u orden, su canto ceremonial. Los faroles de luceros que
Estercita Forero convirtió en emblemas, completan el sinigual cuadro de
emociones.
Dadas las características del escenario y del
proscenio, decir que se puede apreciar el desfile es arriesgada
afirmación. Sin embargo no es eso lo que importa. Basta con saber que la
mayor algarabía la provoca la reina -este año caprichosa, no tan bella y
muy poco carismática comparada con las de años anteriores- que es por
mucho la personalidad más destacada para los propios durante todo el
festival carnavalero. Admiración produce, y cómo no reconocerla, si
desde que inicia su mandato hasta muy entrado el avance del año, debe
ser un dechado de simpatía, con una energía que le impide rendirse a
cualquier ritmo bailable, con trajes fabulosos de postura única, en su
gran mayoría sufragados exclusivamente por su peculio.
La
fiesta está afuera, en las calles aledañas. No hace falta el desfile
para que, la mayoría propios, hagan la rumba a su acomodo, con mucha
alegría. Las novias con los novios, los amigos y las amigas con las
amigas y los amigos, las esposas -recientes o veteranas- con sus
maridos, todos dan rienda suelta a la rumba, que se traduce en baile. Un
baile que puede seguir el ritmo sempiterno de millos y tamboras, que en
otras latitudes sonarían espantoso, pero que aquí son capaces de
mantener una fiesta espléndida de poco más de diez días de duración, con
sus principales eventos.
Los viejos picó, desbancados por
espectaculares equipos de sonido con carro, llenan las bocacalles de
ritmos autóctonos y foráneos, para incitar la sensual danza en que los
sentidos se turban y en que los cuerpos se funden, sin causar escozor
alguno porque es de todos, para todos.
La constante
tranquilidad de Boston se torna en desenfrenado desorden que sus
habitantes viven y gozan como lo aclama el eslogan del Carnaval. Las
prohibiciones y recomendaciones del gobierno municipal se ven
tempranamente quebrantadas por incontables botellas de vidrio, niños de
brazos, mujeres en estado de preñez avanzada, ancianos en silla de
ruedas, espumas malolientes… a la vista de toda la autoridad. Pero eso
no importa, quien lo vive es quien lo goza. Nadie vino a sufrir.
No falta la esquina de hombres hermosos cantando al son de la guitarra,
la calle de mujeres perfectas danzando cual maravillosas diosas… Todo
es abrumador. La felicidad es innegable.
El regreso a casa está
lleno de imágenes festivas, el corazón salta de regocijo sin pensar en
el cansancio de calles y cuadras de recorrido. Y, aún así, me haces
falta, mucha, Amor.
Es mi primera Guacherna, es mi cuarto
Carnaval y no dejo de defenderlo, de venderlo como lo más importante y
serio que se hace en la Ciudad de las Puertas Abiertas. Aprendí, con el
Carnaval, a querer y a respetar a los barranquilleros como a nadie. A
reconocer su capacidad de trabajo y de progreso. A comprender su
espíritu y riqueza.
Eso es La Guacherna, la fiesta de barranquilleros para Barranquilla, la interminable fiesta de la alegría.