- 1 pocillo de azúcar blanca o morena
- 1 lata de melocotones en almíbar
- 1 lata grande de leche condensada
- 1 lata (la misma medida anterior) de leche entera
- 4 huevos
- 1 cucharadita de esencia de vainilla
- crema de leche al gusto
Se acaramela la flanera con el azúcar y medio pocillo de agua, a fuego alto, hasta que tome un color oscuro y consistencia de caramelo. Se deja enfriar.
Aparte se escurren bien los melocotones y se parten en octavos.
Se licúan la leche condensada, la leche entera, los huevos y la vainilla.
Se vierte la mezcla en la flanera, junto con los melocotones partidos. Se tapa bien y se pone al baño maría por cuarenta y cinco minutos. Se retira del fuego, se deja enfriar bien, ojalá de un día para otro, y se sirve adornado con crema de leche fresca.
Este postre lo preparamos Diana Victoria y yo, para mi Bebé y para Deyder Jovan, su bonito compañero de clase, con el que estudiaron antenoche para un examen final. Quedó delicioso. Adicionalmente hicimos una jarra de café para que estuvieran despiertos lo suficiente para leer el tema. Es que está medio trasnochador, como nunca, mi Bebito con el final de semestre. Por fortuna ya se acaba -porque, o se acaba el semetre, o el semestre acaba con él-. Pero le ha ido muy bien, ha estado contento con el resultado de sus notas.
Esa noche, es decir, esa madrugada los hice acostar pasadas las tres de la mañana. Ayer ambos, todos nosotros, debíamos madrugar, entonces había que descansar un poco.
Desde hace días vengo pensando en el tema de este post, que quiero dedicar a Ricardo, pero Joey se me adelantó dedicándole el suyo a su Monstruico. Casi sería suficiente adherirme a lo posteado en Franja Rosa. Pero tratemos a ver...
Cuando conocí a Ricardo, yo tenía un enredito con un muchachito muy lindo -Diego-, de 18 años. Tenía un cuerpo escultural, la lozanía de los años mozos -adultez recién adquirida-, una cara preciosa y unos bríos sexuales que con cada abalanzamiento cabalgante me hacían estremecer. Uno de esos noviecitos para hacer gala. Igualmente tenía el corazón aún empeñado en una relación perversa - Alfredo Antonio- por la que casi me enloquezco. Se trataba de un nariñense, exactamente natural de Contadero que, no sé qué me dió, pero me puso a volar bajito. Hice hasta lo indecible por él, siendo un hombre comprometido: le saqué y pagué apartamento (en donde no lo podía visitar porque de repente estaba con el marido), le compré todo tipo de adminículos, dejé el trabajo el día que me abandonó, quise morirme porque no me quería ver, lo esperaba en la universidad para que me eludiera a la hora de la salida por ir a encontrarse con el oficial... en fin. Por poco fenezco.
La tarde en que nos vimos por primera vez con Ricardo, no fue su aspecto físico lo que me llamó la atención. Se trató de un comentario cualquiera (que nunca he logrado recordar), lo que me impactó. A los cuatro días cenamos cualquier cosa, a la semana estábamos bailando en Theatrón y tirando (esa misma noche creo que fue la última con Dieguito carebonito). Al mes ya dormíamos juntos y a los dos meses estábamos dotando apartamento.
Ya mencioné en ocasión anterior lo que me enamoró de mi Bebito: estaba extasiado conmigo. Todo le gustaba, todo le llamaba la atención, todo lo que yo decía le gustaba. ¡Era un encanto saberlo a mi lado tan seguro de mí mismo!
No todo ha sido color de rosa, hemos pasado momentos muy críticos como aquel día de Amor y Amistad que prefirió subir a El Clóset a besarse con algún Fredy desconocido mientras yo lo creía acompañando a su Mamá. O la noche que estuve a punto de devolverme de Pereira dejando atrás tan solo un fuerte portazo, llevado por una ira incontenible. O el mal genio de esta mañana que aún no comprendo. No más, mejor no, sería poco sensato recordar lo irrecordable.
Los buenos momentos, en cambio, han sido incontables, porque son casi todos. Llegando a los cinco años, seguimos cultivando nuestro amor día a día: celebrando sin motivo aparente con cenas y postres románticos; consintiéndonos a la hora de acostarnos para dormir junticos; acompañándonos en las jornadas laborales fuera de horario; comentando el acontecer permanente de nuestras vidas (ojo, TODO nos lo contamos); tomando la ducha diaria con afeitada incluida -que hemos compartido el noventa y ocho por ciento de nuestras mañanas-; escogiendo nuestro atuendo diario -algunas veces uniformados-; mercando lo que nos gusta -solo lo que a él le gusta, je je jé-; haciendo compras diversas -aunque él odie salir de compras-; viendo la poca televisión que podemos -lo que a mí me gusta únicamente-. Todo innumerable porque todas son las muestras diarias y permanentes de amor incondicional y condicionante de casi cinco años, y eternamente -mientras dure- muchísimos más. Hasta los paseos familiares, con su familia o con la mía (poco más escasos).
Eso es el amor con mi Bebé, un convivir alienante que nos hace falta cuando no podemos estar juntos. Un compartir permanente en casi todos los ámbitos posibles. Incluso de rumba, con preferencias absolutamente diametrales, compartimos bien el dancing de música moderna, bien el amacice obligado de lo romántico de turno (casi no lo logro, je je jé).
Mi Bebé me enseñó a reconocer y a pedir perdón. Mi Bebé me enseñó a hacer el amor tirando. Mi Bebé me enseñó a disfrutarlo ajeno cuando por eso optamos. Mi Bebé me enseñó a amar sosegadamente, en la justa medida, que es todo. Me enseñó a no tratar de cuantificar el sentimiento porque eso no es negociable. Me enseñó a confrontar lo inconfrontable. Y la verraquera de ser por querer y no porque algunas veces toca.
...
Esta es una nueva declaración de amor a mi Bebé, que espero acepte.