El lunes en la noche, a pesar del cansancio compartido y de tu intención de reservar las lides del amor únicamente para las mañanas, mientras revisabas las noticias del periódico, me permitiste consentir graciosamente tu hermoso culo, tan solo forrado en tu siempre excitante interior de algodón.
Me dediqué, primero soslayado y tímido, después poco más que descaradamente, a pasar mis manos enceguecidas, mi cara entumecida por la turgencia de tus arrogantes y altivas nalgas.
Mi atrevimiento osó distraer tu concentración en la prensa, para permitirme posar los hoscos dedos por entre la raja. Incluí casi al simultáneo mi boca y mi nariz husmeando el hoyo que me permitiría depositar un ósculo en tu intimidad profunda.
Te abandonaste a mí, a pesar de la hora, perdonando mi alevosía, arrojando el calzoncillo. Me diste a probar las mieles de tu verga, ya irremediablemente erecta. Me permitiste tragar el escroto lleno de la voluptuosidad de tus bolas cargadas de placer sombrío. Le abriste espacio a mi lengua para acariciar lubricando el preámbulo de tus entrañas ansiosas.
Asumiste la posición, pediste completar la lubricación y yo -solícito- embadurné mis dedos para preparar el introito. Así, desnudo, emprendí el camino a tu sodomización preciosa. Me revolqué en tu interior, eyaculé media vida, la otra media la reservé para que -escarralado de piernas- completaras el vaciamiento de tus efluvios testiculares.
El desfogue sólo nos dio tiempo de apagar la luz, cerrar la TV y arropar nuestros cuerpos enmarañados en la pasión de la noche. Me repetiste, reiteraste de hecho, casi a reclamo, que la mañana era mejor cómplice de nuestro juegos perversos.
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Después de afeitarte, esta mañana, en medio del jabón de la ducha, me permitiste el encanto de -acaso tal vez- el mejor de los besos.
Adquiriendo una posición lasciva, gritaste a señales que enjuagara tu culo. Mi mano, decidida y firme, no pudo evitar la erección producto de tu irreverente afrenta. Después rogaste que inquiriera en tu sexo, para lavarlo a fondo. No toleré y me embebí de nuevo en tus apasionados labios.
En la cama probamos, cada uno y ambidestros, la fortuna del aroma perdido que solamente tú y yo reconocemos. Nos vinimos a mares, cada uno en la entraña del otro. Sin rastro, sin mancha, así lo vivimos. Así lo sentimos.
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Esto, Señores, es lo que amarra mi erección a su cuerpo. Lo que limita mi respuesta a su aliento. Lo que inhibe mi instinto al ajeno. Amén