En la mañana de ayer se sometió a cirugía a Gabriel Eduardo, en la Fundación Cardioinfantil de Bogotá. Se le realizó laringectomía, faringoplastia, vaciamiento ganglionar cervical radical y traquiectomía parcial. Si la evolución es satisfactoria (dentro de lo que cabe la satisfactoriedad en casos tan graves como este), se iniciará quimioterapia antes de quince días. El acto quirúrgico estuvo libre de complicaciones; ahora todo depende de la respuesta del paciente al trauma quirúrgico y a la exéresis tumoral.
Ojala y así sea, que todo evolucione adecuadamente, para bien de él y de todos los que están pendientes de evitarse el dolor de la muerte.
Ahora la historia. Emulando a mi Bebito, que ha dado por contar sus aventuras de iniciación erótica en el blog que les referí en fecha anterior, procedo a narrar mi iniciación homosexual.
Corría el año 1996, mes de agosto, en la hermosa población de Pamplona del Valle del Espíritu Santo, ubicada en el Departamento de Norte de Santander. Hacía poco más de un año que vivía y trabajaba en la ciudad consentida por la niebla. Hermosa población de casi 50.000 habitantes, cuya Calle Real y Plazas Almeyda y Águeda Gallardo se llenaban de juventud mientras las nubes danzaban, impidiendo a veces avistar el otro lado de la acera respirando el vaho de los Andes, y -las más- contemplar un claro cielo atiborrado de estrellas incontables o de sol refulgente de alegría.
Casi convivía con Piedad Ximena, la más inteligente de las damas que sirvió a mi condición de macho irredimible. Fue la única que jamás preguntó por qué o dónde, o cuándo o cómo. De sus labios no se escuchó jamás reclamo ni increpación alguna. Así mismo fue la única merecedora de tanto respeto que jamás me permití mirar hacia los lados, a pesar de los incontables esfuerzos de mujeres, no menos bellas, que veían en mí a un buen partido.
Una noche cualquiera decidimos cenar en Piero´s Pizza, un lugar enclavado en la esquina de la Plazuela Almeyda, casi frente al portal del Hotel Cariongo, sitio de encuentro de la sociedad coica y lugar para degustar -quizás- las mejores pizzas que cualquiera pudiera imaginar en medio del frío atroz de la montaña. Domenicantonio, hijo de Pierino y administrador del lugar, como siempre, muy diligente, nos ofreció una preparación especial, de aquellas que extasiaban su orgullo mientras complacía los más exigentes paladares y sentidos peregrinos.
Mientras se completaba la labor del horno, Javier se acercó -como hubiese podido ser cualquier día- a saludar, con la efusividad de siempre. Una vez retirado, ella, molesta, incrépó por su presencia. Yo, asombrado, pregunté el motivo. Cuál no sería mi sorpresa con la claridad de su respuesta: ¿es que no lo has notado?, ¿es que no te has dado cuenta de cómo te busca y cuánto te mira? Confundido, estupefacto, pregunté la razón de su inquietud. Respondió, sin ningún reparo, que Javier Fernández era un tipo maricón, compañero de andanzas de un reconocido monseñor de la ciudad, que lo único que quería era acostarse conmigo, y que yo, con mi decencia, lo único que lograba era avivar en él los más recónditos deseos.
Mi respuesta -mucho más que comprensible- fue el empute, el inquerir por qué clase de hombre imaginaba ella que yo era, amonestando su actitud y desmintiendo que lo que había entre nosotros no era más que una gran amistad, libre de cualquier clase de dobles intenciones. Que, además, era injusta en las calificaciones que hacía de ese joven, que no era más que un buen amigo de El Mono, que era como cariñosamente llamábamos al tío de nuestro gran amigo Omar Javier, el tío monseñor que todos conocíamos y que nos complacíamos de tener como amigo.
La comida no se consumó.
Esa semana, ya con una curiosidad incontrolable, noté en cada encuentro con Javier una altísima dosis de coquetería, que seguramente no era mayor a la que había tenido conmigo desde que nos conocimos, pero que yo no interpretaba más allá del deseo de una buena amistad. El problema surgió cuando, en vez de molestarme, me agradaba ese interés. Aunque el personaje no era de mi total agrado, por considerarlo a veces incluso almibarado y físicamente no muy agraciado, sí me gustaba encontrarlo, saberlo adulador de mis encantos (!) y deseoso de probarlos.
Lo curioso fue que, en la medida en que aumentaba mi interés por su compañía, disminuía, proporcionalmente, el deseo por la de Xime, que conmigo fue incondicional desde el primer encuentro (ese es mi único dolor gay, lo confieso ahora mismo).
Eso, contrario a lo que cualquiera podría imaginar, no creó alguna clase de sentimiento adverso en mí, ni de conflicto de intereses sexuales, ni de falsas mojigaterías familiares. Decidí probar y me jodí.
No pasó una semana y llegó el momento. Domingo en la tarde. Yo desprogramado. Él desprogramado. Ximena acompañando a su Mamá. Nos encontramos sobre la Calle Real. Alquilamos una película (The Priest). Fuimos al apartamento en el que yo vivía en la Plaza Águeda Gallardo. Pusimos la película, nos acostamos cómodos en la cama, y pasó lo que tenía que pasar. Yo no lo podía creer. Me pareció maravilloso que la magia de dos cuerpos masculinos pudiera ser de tanta versatilidad. Ese tipo de sensaciones era totalmente nuevo para mí. Comprendí, en ese momento, que hasta ese día jamás había tenido sexo antes. Que el esfuerzo que me representaba una erección y un coito heterosexual era producto de mi bien reprimida, escondida e inexplorada mariconería. Que el cuerpo de otro hombre lograría siempre el objetivo eyaculatorio de mis gónadas sedientas de placer.
Reitero, me jodí. Cuando Xime llegó al día siguiente, ya no sentí placer al verla. Ahora me causaba una enorme ansiedad saberla cerca y con ganas. Empecé con dolores de cabeza, con cansancio acumulado. Ya no sabía qué hacer. Ver a Javier cerca me excitaba, me enloquecía pensar en su linda verga y en su turgente culo. Estaba en un gran aprieto cada que me llamaba, estando ella recostada a mi lado, a decirme, casi requerirme, que por qué no estaba con él. Que yo no quería estar con ella. Que me vio de su mano, y que lo que quería era estar acostado con él. Me enloquecían las ganas.
Pudo más la conciencia. Antes de quince días, tan calladamente como hacía todas mis cosas, tan sutilmente como siempre y sin alguna despedida, abandoné la ciudad universitaria, dejé atrás mi condición straight para probar las mieles de los hombres en la capital.
Piedad Ximena, la última mujer de verdad en mi vida, nunca lo supo. Una vez más nos volvimos a ver, meses más tarde, estando yo en compañía de mi amante de turno. Es mi único dolor. Que ella hubiese estado de por medio, porque no fue justo eso con ella, pero gracias a ella, gracias a ella, conocí el placer y abrí el camino para conocer el amor.