Parece una condena. Este debía ser un día fuera del calendario. Hace dos años pasé el día escondiéndome de una intensa sicóloga que pretendía amor eterno con un acoso que jamás habría podido imaginar. El año pasado estaba en medio de la angustia por el negocio malogrado de la UCIN Monterrey, casi enloqueciendo por un dinero por el que estoy respondiendo y del que no me quedó más que problemas. Este año no podía ser la excepción. Es una maldición. Mi consuelo es que -parece ser- no solo me pasa a mí. Nuestro signo debía ser proscrito del zodiaco, por lo menos para la época de cumpleaños. Sin un centavo en el bolsillo, con los pacientes más esquivos que siempre, el proyecto que sí sale, que no sale, la incertidumbre tenaz de hacer empresa, la consecuente angustia por no saber si hay para pagar arriendo, servicios, créditos... en fin.
Todo empezó mal cuando recibí la llamada de Ricardo preguntando por el pico máximo de la presión arterial sistólica. Ya me había enviado un mensaje de texto y no lo había leído. Sentí una verguenza profunda con él, por no estar oportunamente para atender su necesidad académica puntual. Será que ni para eso sirvo. Después, estaba leyendo el -nunca suficientemente bien ponderado- post de Milo -análisis fabuloso, por cierto- cuando recibí su segunda llamada, para ir a recogerlo en la universidad. Yo quisiera poder dejar de lado las susceptibilidades maricas (¿o güevonas?) y no sentirme por pendejadas que sé que no valen la pena. Pero no soy capaz -nunca lo he sido con la gente a la que quiero- de esconder un puto sentimiento. Si se tratara de un ajeno totalmente indiferente a mis afectos, me valdría culo, por decir lo menos. Pero con Ricardo no puedo, nunca he podido y me preocuparía bastante (o debía preocuparse él) el día que no reaccione de esta manera tan ridícula.
Llegué, le marqué al celular. Salió despacio, le importó mierda que ya hubiera llegado a recogerlo. Prefirió disfrutar lentamente su comida, detenerse a hablar con algún amigo, sin saludar, pretendiendo no darse cuenta de que estaba esperándolo, o -peor aún- dándose la importancia suficiente de hacerse esperar por la necesidad reconocida de tenerlo y saberlo cerca.
No bastó el silencio de todo el camino, para llegar, responder una llamada de quién sabe quién putas, durar más de cuarenta minutos al teléfono, sin importarle nuevamente que yo estaba allí, empezando a pasar el mal momento del puto cumpleaños que hoy no dejará de atormentarme.
No hubo comida, para mí al menos no. Los días que lo recojo en la universidad, espero a que sea la hora en casa de mi Mamá. Allí no recibo nada de comer por la ilusión del pan compartido con mi novio, casi el único momento de convivencia al que tenemos derecho en medio de nuestra fatal semana de trabajo, estudio y estrecheces compartidas. Hoy, por lo tanto, ni el derecho al saludo de la mañana. Ya salió para la oficina, sale tarde de la universidad y no sé qué tenga programado para estudiar su parcial de mañana.
Desde antier estoy recibiendo mensajes automáticos de felicitación, impersonales, nimios, carentes de inspiración. Y hoy solo tengo ganas de llorar, de acostarme y despertar días después, cuando ya no queden ni rescoldos de la fecha fatal. Acabo de recibir la llamada de mi padre, con sus mejores deseos, yo lo sé. Y la de mi Mamá, que espera que pase alguna parte del día con ella para espantar los demonios. Y solo tengo ganas de llorar. De desaparecer de un suspiro. De buscar cómo conjurar la maldición del cumpleaños que me tocó. De no saber si querer reaparecer.
(pausa)
Recién recibí la llamada de Juan Pablo, mi sobrino, el que estuvo enfermito hace unos días, y estoy chillando como la más marica de las maricas. Odio este puto día. Me destroza esta maldita fecha.
Ya recibí tres regalos de cumpleaños, una platica que me dejó mi viejo el martes, antes de regresar a Barranquilla, con la que pagué los servicios vencidos a punto de cortar. Un dibujo que me hizo Juan Pablo anoche cuando una de mis hermanas mencionó lo del cumpleaños y un alfajor, que me encanta, que dejó de comerse Ricardo por compartirlo conmigo a pesar de lo hijueputa de la fecha. Y no es tu culpa, Bebé, es solo mía, yo lo sé, y -como siempre- te ruego me sepas disculpar. No eres tú, es este maldito hijueputa día. Me siento destrozado, con una de esas desnudeces que matan. La invitación que quería hacerme mi Mamá para almorzar, no la pude aceptar porque tengo una reunión de trabajo al medio día. Hasta eso me corroe la conciencia, no haber podido almorzar con mi Mamá.
Siempre he creído que los cumpleaños habría que celebrárselos a las madres. Ellas son las que sufren, con el más siniestro de los dolores, el nacimiento de uno, que -sin esfuerzo- viene a partirse el lomo en este mundo. Ellas son las verdaderas heroínas de esta celebración, motivo de licencias absurdas: hago hoy lo que quiera, porque estoy de cumpleaños. No, son ellas las verdaderas mártires de nuestra existencia. Mi felicitación y agradecimiento más sincero para ella, que debe ser la verdadera celebrada.
Y no es que me sienta viejo, sigo con el espíritu lozano de los años precedentes, no me preocupa llegar al cuarto piso si casi sé que igual en el séptimo u octavo me la estaré gozando como en el segundo o el tercero. No es la crisis de la edad madura, que espero no llegar a tener jamás en mi existencia. Es solo este día, que debía desaparecer del calendario.
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Tratando de conjurar la malparidez cósmica que hoy me ocupa, quiero regalar la receta de la casatta de frutas que mencioné en el post precedente. No es especial, pero es una de las pocas recetas que repito con gusto (me parece mediocre repetir recetas) porque siempre es bien recibida.
- Una taza de ciruelas pasas sin semilla
- Una taza de uvas pasas claras
- Un pocillo de almendras laminadas y tostadas
- Un frasco pequeño de cerezas marrasquino
- Un frasco pequeño de cerezas mentoladas
- Una lata mediana de coctel de frutas
- Media libra de moras
- Una botella de vino moscatel blanco
- Una libra de crema de leche
Desde la noche anterior, se marinan las ciruelas y las uvas pasas, de forma tal que el moscatel las cubra. Al momento de la preparación, se separa el vino de las frutas (y se reserva), se desmenuzan las ciruelas, se cortan las cerezas en mitades y se mezclan con todo el resto de ingredientes, a los que previamente se les ha escurrido el almíbar, que se reserva aparte (los de las cerezas y el coctel de frutas). Se coloca en un molde húmedecido previamente, ojalá en forma de corona, y se mete a congelar, de un día para otro. Con las moras, los almíbares y el moscatel reservados, se hace un dulce de mora, que -una vez frío- se pasa por un cedazo fino para eliminar las semilas de las moras.
Se sirve la tajada de casatta sobre el dulce de moras y se baña con una cucharada de crema inglesa (no apto para diabéticos). Les auguro éxito total.
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Un agradecimiento para los bloggers indexados, y uno mayor para todos aquellos que se están atreviendo a vincularme en sus páginas. Y mil perdones por escribir las güevonadas con las que pretendo conjurar mis fantasmas. Increíble, con haberlo escrito, y con el recuerdo del sabor de la casatta, me tranquilicé. Mil perdones -reitero- por eso.
Quiero invitarlos a visitar todos y cada uno de los blogs indexados, hay para todos los gustos, de todos los colores, tamaños y sabores (espero probarlos, je je je!). Y no dejen de comentarlos, es el mejor precio que podemos recibir por lo que hacemos.
Un abrazo, un beso y... caricias por allá.