sábado, 7 de octubre de 2006

Mi noche de cumpleaños

El día pasó sin mayores contratiepos. Después de haberme repuesto a la malparida nostalgia de la mañana, fui a casa de mi Mamá, de allí al almuerzo de trabajo -no muy productivo por cierto- y de nuevo al lado de ella. En la tarde, como a las cinco, compartimos una deliciosa selva negra (de La Castellana), con mis sobrinos y mis hermanas.

Mi Mamá, muy linda ella, me regaló cincuenta mil pesitos, con mucho esfuerzo porque eso significa cincuenta mil pesos menos del mercado del mes. Muy triste por no poderme dar más y muy inquieta porque los negocios y los pacientes resulten de nuevo. Es una de las damnificadas.

En la noche, como a las nueve, llegué a la casa, con el pedacito de selva negra para Ricardo. Me llamó como a las diez, a avisarme que estaba en Bosa -estudiando- y que no nos veríamos hasta hoy. Me emputé, lo reconozco, creo que está jugando al límite.

Salí, caminé en medio del frío y bajo la luna llena. Tomé un alimentador, luego un Transmilenio y llegué a Baltimore, para no pasar la noche solo. De entrada me encontré con Juan Carlos, un abogado que me levantó (yo me siento incapaz de levantar) hace como ocho meses allí precisamente. En esa oportunidad hicimos un trío que repetimos a los pocos días en nuestra casa. Un buen polvo, para qué. Nunca había empezado la acción tan pronto. Me invitó a su relax especial, el doscientos catorce, en donde me presentó a Pablo, un amigo que más creo su pareja porque no tuvieron necesidad de condón. Allí jugamos un rato los tres. Mamada va, mamada viene, el pajazo, el dedo en el culo. En fin, delicioso. Mucho calor, el puto problema de esos cuartos. Sudábamos, no, llovíamos los tres. Juan Carlos es un tipo muy agradable, como de unos 30 años, buen cuerpo, cara bonita... y le gusto, ese es el mayor afrodisiaco entre nosotros.

Acabados los efluvios sexuales, salí de allí a darme un baño y entré al sauna a descansar un poco. Me senté en el segundo "piso". No pasó mucho tiempo y entró Felipe, un profesor de religión que conocí hace como cinco años en algún lugar sórdido que no recuerdo. Se sentó en el primer nivel, se dio vuelta y -no lo podía creer- logró que me viniera en su cara, con una mamada de antología. El sitio estaba lleno y mientras unos se daban dedo, otros mamaban, los más osados culeaban, y los más se masturbaban. Salí de allí, le di un abrazo, nos bañamos juntos, hablamos un rato y me dispuse a tratar de seguir descansando.

Allí llegué cerca de las once y media de la noche y no había pasado una hora y ya tenía dos polvos a mi haber, lo que nunca había pasado antes. Parecía que estaba conjurando el fantasma de la fecha.

Estaba en el turco, en la sala más caliente, y un muchacho, muy bonito él, no dejaba de mirarme el pecho y la entrepierna. ¡No lo podía creer! Allí normalmente, con Ricardo, muy difícilmente levantamos un buen pajazo compartido. Y esta noche ya llevaba trío, eyaculación facial e iba para el tercero.

Me he de confesar una completa güeva en las lides conquistadoras. Le correspondí la mirada, está buenísimo el tipo, casi uno de los más bellos de la noche. Nos cruzamos en la ducha, algo me dijo que pretendí comprender sin entenderlo. Nos encontramos -sin querer, lo juro- en el sauna oscuro. Me tocó, le correspondí; me besó, lo acaricié. Enredé mis dedos torpemente en la maravillosa pelambre (un oso como de foto porno) de su tronco. Me invitó una cerveza. Su nombre es Germán, veintiseis añitos, un paisa delicioso natural de La Victoria, Caldas. Como de uno ochenta de estatura, buen cuerpo, cara linda. Todo un bizcochito (no como el de San Juan que parece ser de menos estatura, pero igual o más bello, eso sí). Nos tomamos, no una, sino tres cervezas cada uno. Hablamos mucho, de nosotros, de nuestras parejas, de nuestras familias, de nuestro mundo. Sin darnos cuenta, pasamos la madrugada juntos. Yo, que siempre tomo servicio de relax, precisamente para tener cómo consentir a un especimen de estas características (sobra comentar que jamás se me había presentado tal oportunidad), esta vez alquilé locker, y pasamos buena parte en el bar -cogidos de la mano-, buena parte en el sauna -cogidos de la verga (la suya deliciosa)-, uno que otro rato en el turco y en la ducha.

Consideré, pensé que estaba pasando el mejor de los cumpleaños (sin que ninguno de los implicados supiera que eran parte de mi celebración secreta). Estaba extasiado con mi suerte. No lo podía creer. Me sentí en los brazos de Venus, con algún encanto especial porque me sentí, más que observado, admirado. ¡Quién lo pudiera creer, yo a mis treinta y nueve y con tantos kilos de más, admirado en una maravillosa noche de sauna! Además de Juan Carlos, de Felipe y de Germán, hubo asedios de todas partes, miradas, toques. Llegué a sentirme, momentáneamente, el centro de atracción. ¡Cómo la estaba pasando! ¡Wow! Hasta los empleados, habitualmente hoscos, estaban encantadores con el servicio.

Me olvidé de la cruel ausencia de Ricardo, me olvidé del despertador de la madrugada (que también, por efectos de la universidad, nos atormenta los sábados), me olvidé de compromisos y de falsos miramientos.
Pero... ¡¡¡jueputa!!! Todo fue el más espectacular de los sueños, transformado ahora en la peor de las pesadillas. Todo una ilusión. No fui capaz de conjurar el maldito seis de octubre. Ahora solo quedaba la mancha húmeda del semen pretendido en las sábanas (Ricardo me enseñó a dormir desnudo), y la sensación del vacío más malparido. No hubo Germán, Juan Carlos ni Felipe, sólo fueron ilusión desnuda, deseo reprimido. No hubo tinieblo.
Peor aún, son las dos de la tarde, y aún no aparece Ricardo. Y no sé qué sentir ni qué pensar.