lunes, 2 de octubre de 2006

Una pasión

Corría el mes de octubre de 1993, estaba cumpliendo con mi servicio social obligatorio en el Departamento del Guaviare, uno de los lugares más deprimidos de la geografía económica nacional. Por razones de salud, que comentaré en alguna otra ocasión, tuve necesidad de pasar unos días en Bogotá. El viaje de regreso a San José del Guaviare se hacía por vía aérea. Un vuelo diario desde Bogotá, que salía rayando las seis de la mañana desde el aeropuerto Eldorado. Extrañamente -no era habitual, menos cuando se viajaba por la desaparecida Aces (de lejos la mejor aerolínea que tuvo el país en los años recientes)- se presentó un importante retraso en el vuelo de ese día.
Una vez estuvo abierta la librería del aeropuerto, compré Como agua para chocolate, la novela magistral de la mexicana Laura Esquivel. Adelantando su lectura esperaba "matar" el tiempo. Eso era mejor que pasar el día escuchando alguna tontería de mi compañero de viaje, cuyo nombre no mencionaré para evitar darle la importancia que -hoy en día- no merece.
En la medida que leía las descripciones, iba generando en mi memoria los sabores y los aromas que debían exhalar todas y cada una de las preparaciones que a lo largo de la obra se iban describiendo. Era toda una fiesta para los sentidos. Fue uno de los momentos más excitantes de la vida. Por fortuna para mí, el retraso del vuelo fue tanto, que alcancé a devorar una a una todas sus páginas. La exaltación y grandilocuencia afloraron en la penúltima página, cuando se redondeó la historia con su personaje, Tita. Como en todo gran final, un sentimiento épico se apoderó de mí y -una vez más- ratifiqué mi encanto por la literatura latinoaméricana contemporánea.
Pero lo más llamativo había sido tener todos los sabores en mi sentido degustatorio, a pesar de existir recetas para mí imposibles por la ausencia e ignoracia de sus ingredientes. El mayor descubrimiento de ese día, fue el de mi memoria y creatividad culinaria, a pesar de venirla cultivando desde muchos años atrás, cuando empecé aventurándome en la cocina para satisfacer los aniversarios de matrimonio de mis padres, contando con trece años de edad.
Desde entonces, la labor de cocina es mi única alternativa orgásmica al sexo real.
Esa es, quizás, mi mayor pasión. La cocina. Es allí en donde me abstraigo de toda realidad. En donde aflora toda mi creatividad. En donde los sentidos no tienen tiempo para más. Mi mayor agrado está en saber satisfechos los más lábiles o los más selectos paladares. En ver los platos desocupados, en ser requerido por la receta, en ser felicitado por los resultados. Es mejor que salir exitoso de una cirugía. Es el único sitio en donde el sexo con mi Bebé no es prioridad. Es el único lugar en donde las pobres manifestaciones acaban con mi espíritu.
Esto no quiere decir que sea exigente. Sé apreciar cualquier buena intención, y si algo agradezco en el alma, es una invitación a comer.
No todo es perfecto. Una de las únicas condiciones que me saca de quicio, sin miramientos de ninguna natutraleza, es que me molesten en la cocina. En cualquiera que sea mi cocina. No soporto ningún tipo de sugerencia o de anotación, por oportuna que ésta sea. Es mi único espacio privado, no por secreto sino por propio. Es el único sitio en donde alguien, cualquiera, puede sentir mi mirada inquisidora por su presencia no deseada. De eso no ha escapado nadie. Y Ricardo pone a todos en conocimiento para evitar malos entendidos.
De esta misma forma, la mayor atención que me atrevo a brindar, es una invitación a mi mesa. Nunca he soportado una mesa mejor que la mía. Es en lo único que no existe la modestia.
Una receta, mi sugerencia para una excelente minuta:
Entrada
- Jamón serrano sobre tajadas muy finas de melón muy dulce, con un toque de aceite (sin sabor) y una pizca de pimienta blanca molida
Plato
- Salmón almendrado
- Pasta corta al pesto, con tomates secos picados muy finos
- Ensalada de lechugas y tomate con balsámico
Postre
- Casatta de frutas bañada con crema inglesa
La fórmula del salmón es muy sencilla. Un filete de salmón de unos doscientos gramos, grueso (unos tres centímetros), muy fresco. Se coloca con la piel del lado de una plancha caliente, con tapa. Cuando logra un tono rosado hasta la mitad de su espesor, se voltea y se vuelve a tapar, no más de cuatro minutos. Previamente se ha salpimentado a gusto. En la grasa que ha soltado el pescado, se sofríen unas almendras laminadas, a las que finalmente se añade una cucharadita de mantequilla y medio pocillo de crema de leche. Se sirve el salmón de inmediato, con la salsa encima.
Si quieren ver algunas recetas, en la página www.buscacocina.com, con mi nombre, pueden encontrar algunas sugerencias culinarias que espero puedan y sepan disfrutar. Después de satisfechos, sí a tirar con el novio de turno, en las treinta y trés posiciones que describe un manual de eruditos del sexo que recomendaré en otra oportunidad.
Mis mejores deseos en su cocina y en su cama.
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Un cometario al margen: me tomé el vil atrevimiento de indexar en mi blog a los que me gustan y que habitualmente leo, sin un orden específico de importancia (excepto el de Emilio Vergara que califico -¡qué osadía la mía!- como el mejor). Mis respetos y agradecimientos para todos, esperando que no se molesten y sepan comprender.