martes, 25 de julio de 2006

La última vez que me confesé en la iglesia

Fue hace como tres años. Me encontraba en una situación tan crítica, que -de no haber contado con el apoyo incondicional y la compañía de mi Bebé- habría tenido motivos suficientes para dejar de existir. Con el espíritu de lucha que siempre me ha caracterizado, busqué todo tipo de ayuda. No podía faltar la necesidad de penitencia que nos obliga la iglesia católica para redimir los pecados en pos de un futuro promisorio, lo que me impulsó (azuzado por Olga, claro) a buscar consejo espirutual de un cura por medio del sagrado sacramento.
Después de mucho pensamiento, recuerdo, análisis y remordimiento (como es debido de acuerdo con las indicaciones del catecismo) -poco me falto para la autoflagelación-, decidí exteriorizar mis pecados a un representante de dios en la tierra. Me dirigí a una conocida iglesia del centro de Bogotá, famosa por los favores milagrosos para imposibles, y después de muchas visitas, ruegos, misas y rosarios, me acerqué a un curita del lugar. Algo anciano. Me preguntó, como se acostumbra: ¿hace cuánto tu última confesión?, a lo que respondí, sin inmutarme, que cerca de diez años. Pareció que lo hubiera madreado, se puso furioso y me dijo -palabras más, palabras menos- que no creyera que la confesión era un juego, que debía prepararme muy bien antes de creer que me podía confesar para conseguir el perdón de los pecados. "¿Me está negando el sacramento?", pensé molesto y dolido, sin poder modular palabra. Solo me levanté y me dirigí a seguir rezando. No sabía qué había fallado. Los deseos de autoflagelación ya iban en promesa de subir de rodillas a Monserrate.
Pocos días después, en la iglesia más cercana a mi hogar, tomé de nuevo la decisión, seguro de conjurar los pecados que me tenían sumergido en la miseria del alma y del cuerpo.
Antes del inicio de una misa, después de haber asistido a la anterior, me acerqué al padre y le dije: "necesito confesarme". "Te escucho". Para evitar un contratiempo vergonzoso como el anterior, empecé por contarle que hacía varios años no me confesaba, pero que tenía una gran necesidad de reconciliarme con el señor mi dios todopoderoso. "Cuéntame tus pecados". Comencé contándole, no a modo de confesión sino de ponerlo en el contexto de mi modo de vida, que soy gay. Seguí comentándole, algunas veces de forma general -otras con mayor particularidad-, sobre los que creí todos y cada uno de mis pecados a lo largo de casi diez años de ausencia sacramental. Estaba muy nervioso, casi sollozaba, me temblaba el cuerpo entero, me sudaban las manos y la frente a mares. ¡Qué suplicio!
Al cabo de mi intervención me preguntó sobre mi preferencia sexual y le comenté que no era promiscuo porque convivía con mi pareja y que le era fiel porque lo amaba. Me dijo que ese era precisamente el problema, y que -aunque dios ama a todos sus hijos por igual- no podía darme la absolución porque vivía en pecado. No era grave mentir, robar, matar, perjurar, no, lo grave era mariquear con mi marica de cabecera. No lo podía creer, podía mariquear con quien fuera en donde fuera, que tendría perdón. Pero convivir con mi marido era sinónimo de condenación eterna. Seguramente la fuente de todos mis horrores, pensé.
Salí destrozado después, obvio, de escuchar la segunda misa del día, con rosario incluido.
Me torturaba el hecho de no haber sido perdonado por dios. No faltaba a misa y recitaba hasta tres rosarios diarios. Hablaba de dios y la virgen todo el día. Aunque con ganas, no permitía que Ricardo se me acercara peligrosamente. Boté películas, borré páginas, traté de hacer de lado todo lo que me vinculara con el mariqueísmo cósmico de mi profundo ser.
Pocos días después, asistí a misa dominical en la misma iglesia. En medio de los asistentes, muy cerca a mí, vi a un conocido que era amante de un amigo mío. Estaba con su familia, aclaro, señora e hijos. Todos muy bellos y muy puestos. Orondos, casi. Me miró bastante, como queriendo saludar, pero en medio de mi negación fundamental, no le di la cara. Era una persona en pecado, que le restregaba a su familia el pecado porque trabajaba y compartía con él en su oficina y en su hogar, a sabiendas de tan resignada esposa. Llegó el momento de la comunión, y -por ende- de mi máximo dolor por no poder hacer parte del cuerpo de cristo, amén. El desconcierto fue total cuando ese hombre que recién se levantaba de tirar con su mozo, junto con su familia, pasó a disfrutar de la cena del señor. No lo podía creer. Era enormemente feliz con la hostia en su boca, y yo, apesadumbrado pecador y eterno penitente, no tenía el digno honor de probar el cuerpo y sangre de dios nuestro señor. El mismo cura que me condenó, le daba la comunión.
Casi de golpe comprendí que de nada valían mis horrorosas cavilaciones, ni los golpes de pecho, ni las flagelaciones flagrantes, ni los dolores del alma, porque ni dios ni nadie diferente a mí me ayudarían a progresar, a conseguir dinero, a vivir bien en la tierra como en el cielo, si es que el cielo existe. Entendí que el mayor y único pecado es no trabajar para trabajar. Comprendí que no cabe la magia en el entendimiento humano para salir adelante. Entendí por qué el filósofo enunció a la religión como el opio del pueblo. Me costó mucho, pero finalmente comprendí que mi único pecado no era la maricada de vivir con Ricardo, sino la güevonada de no buscar -a toda costa- cómo producir el sustento diario.